En esa pequeña aldea portuaria, todos eran pescadores. Todos sus ancestros lo habían sido, y nadie dudaba que todos sus descendientes lo serían. El mar estaba tan incrustado en sus costillas, que lo exhalaban incluso antes de nacer. Estaba en cada detalle de sus vidas. Era todo lo que comían, todo el hálito de vida que pudieran tener. Sus puñales eran sus huesos y espinas. Entre las hebras de sus cabellos siempre se mezclaban su rocío y arena. A través de sus manos, curtidas y con branquias, inhalaban las escamas de su oleaje. Incluso en su sexo eran como peces arrastrados por la corriente. El ritmo de las mareas lunares marcaba el ritmo de sus vidas. Estaban tan intrínsecamente fusionados al océano, que se volvía algo más esencial que el aire que respiraban. Y por ser tan primordial, perdía toda su trascendencia. De tan cercano, era confuso, invisible. Sus ojos eran el horizonte de salitre y niebla, y no sus espectadores. Sus lenguas eran los crustáceos, y no sus gustadores. Ellos eran el mar, y no sus habitantes
(fragmento)
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