domingo, 15 de agosto de 2010

Reencontrando el paraíso


Fue en un viaje "de estudios" que hicimos hace un par de semanas a baires con la carrera. El primer día nos escapamos con un amigo del cuál no puedo revelar su nombre (es badmotherfunky) a buscar desesperadamente librerías. Al ser nuestra primera incursión en baires de este tipo, no sabíamos cuál era la calle de las librerías, y terminamos recorriendo Santa Fe a partir de Pueyrredon y no se hacia donde... El caso es que terminamos dando en la librería Santa Fe, donde me reencontre con "La guerra del paraíso", un libro que había leído hace varios años, lo perdí y nunca más volví a verlo... Hasta hace un par de semanas. Ahora por fin termine lo que estaba leyendo antes y pude empezar de nuevo con esa épica celta que recuerdo con tanto placer. Es algo especial poder reencontrarse con libros de antaño que uno daba por perdidos, releer escenas apenas recordadas entre tinieblas, como vestigios de sueños que olvidamos al despertar.

martes, 13 de julio de 2010

Algo en el camino

La carretera cruje debajo del auto. El motor ronronea, como si una bestia se escondiera detrás del tablero. Escucho sus gemidos, cuando hago arrancar el auto. Me gruñe cuando fuerzo demasiado las viejas ruedas. Sólo veo un metro de la carretera delante de mí y, después del negro abismo nocturno, lejanas luces encendidas en lejanos pueblos. Con una mano en el volante y la otra tocándome los labios, voy pensando en las historias de terror que me contaron sobre los que de noche transitan estas rutas. Una de mis favoritas es la gritona. Una mujer vestida de blanco corre a tu lado por los pastizales, con tu visión periférica apenas puedes distinguir una mancha blanca que se recorta del fondo borroso. Pero si te das vuelta a mirarla, y esto es lo que siempre recomiendan que no hagas, ella te devuelve la mirada. Al instante siguiente está pegada a tu oreja gritando. Y nunca va a dejar de gritar en tu oído. Es fácil adivinar lo que sigue, no podrás soportar por mucho tiempo... La verdad, me gusta la carretera de noche. Hay una sensación que no se bien como describir. La soledad, el rugido del motor, el campo abriéndose en cada recodo, el miedo a las leyendas. El saber, o imaginar, que tanta gente esta durmiendo. Me deja una sensación de silencio. Hay una ausencia que fluye por el camino. El asfalto es un libro abierto, se le escapan las palabras por las líneas punteadas. Entre los campos de trigo, ya no le temo a los mitos, los espantapájaros me protegen. Pero no siempre hay trigo. En esos tramos de la ruta, entre pueblo y pueblo, donde no hay luces brillando cerca, puedo ver más estrellas que nunca en mi vida. A veces, si no llevo mucha prisa, paro un rato al costado de la ruta y miro el cielo, pero siempre al lado de los cultivos. Me quedo así un rato, me dejo perder entre la inmensidad del cosmos y la magnitud de las estrellas. En esos momentos me pongo más existencialista y melancólica que de costumbre. Pero ahora no puedo, estoy apurada. Mi viejo se enfermó, parece que es grave. Le voy a hacer un espantapájaros, para que los cuervos no se lo lleven. Cuarenta años viviendo en la casa de mis padres, y se va a enfermar así cuando no hace ni un mes que me fui. Me gusta pensar que debajo del piso de los colectivos hay criaturas escondidas, refunfuñan cuando el motor chirría. Pienso lo mismo de mi auto, pero éste está escondido en el motor. Su corazón metálico bufa, cuando piso a fondo el acelerador. Otra leyenda que me gusta, aunque no se aplica a la ruta, es... pero qué...

Entre la confusión del choque, no se si estoy cayendo o levitando.

Se me revuelve el estomago.

El auto se detiene después de haber rodado por la ladera.

Por supuesto, queda boca abajo.

¿Qué pasó?

Estaba pensando en los bichos que hay en los colectivos.

La carretera vacía.

Vacía.

No.

Sangre.

Había algo.

Sangre.

Pero fue tan rápido.

Se desvaneció.

Como un sueño.

Al despertar.

Sangre.

Por un instante.

Es real.

Después.

Lo olvidás.

Como si nunca.

Hubiera pasado.

Sangre.

Pero sabes.

Que estuvo.

Ahí.

Sangre.

Pero sabes.

Que hubo algo.

Que no podes.

Recordar.

Y esa sensación.

Te mata.

Sangre.

Algo.

En el camino.

Por qué sangro tanto.

Había algo.

No puedo.

Recordar.

Lo había.

Visto antes.

La sangre.

Hay algo.

Caminando.

En el techo.

Una pisada.

Dos.

La soledad.

De la carretera.

Otra pisada.

La sangre.

Había algo.

Hay algo.

Aunque no.

Se aplique.

A la ruta.

Las pisadas.

El dolor.

La sangre.

miércoles, 24 de junio de 2009

Llamando la lluvia

Puedo escuchar la voz del viento, repitiendo su nombre entre las tejas y las hojas. Susurrando a las estrellas ocultas, que ya no derramen su luz sobre la noche.
Puedo escuchar su voz, y no dejo de recordarte, quebrandome alas, buscando la herida que me abriste en la línea del corazón.
Puedo escuchar al viento, llamando a la lluvia.

lunes, 11 de mayo de 2009

Entre la bruma marina.

En esa pequeña aldea portuaria, todos eran pescadores. Todos sus ancestros lo habían sido, y nadie dudaba que todos sus descendientes lo serían. El mar estaba tan incrustado en sus costillas, que lo exhalaban incluso antes de nacer. Estaba en cada detalle de sus vidas. Era todo lo que comían, todo el hálito de vida que pudieran tener. Sus puñales eran sus huesos y espinas. Entre las hebras de sus cabellos siempre se mezclaban su rocío y arena. A través de sus manos, curtidas y con branquias, inhalaban las escamas de su oleaje. Incluso en su sexo eran como peces arrastrados por la corriente. El ritmo de las mareas lunares marcaba el ritmo de sus vidas. Estaban tan intrínsecamente fusionados al océano, que se volvía algo más esencial que el aire que respiraban. Y por ser tan primordial, perdía toda su trascendencia. De tan cercano, era confuso, invisible. Sus ojos eran el horizonte de salitre y niebla, y no sus espectadores. Sus lenguas eran los crustáceos, y no sus gustadores. Ellos eran el mar, y no sus habitantes




(fragmento)

viernes, 8 de mayo de 2009

Diente de León


Hay cosas que están veladas entre las piedras. Ámbares escondidos entre los musgos dormidos. Suben con la espuma marina, bajan cuando el reflujo las devuelve a la arena. Están dispersas sobre el asfalto, descansan cubiertas entre las raíces de los árboles. Esperando que alguien les dé el aliento. Con los ojos, no. Con mi cerebro reptil develo, tocando entre sueños, un tacto prohibido. Que bebo a sorbos, con las orejas floridas. De entre mis labios devuelvo al aire lo que he tomado. Y flotan etéreas las diosas de pétalo. Hay cosas que quedan tendidas sobre las rocas, esperando la muerte, como cáscaras vacías después de descubrirse, esperando el vacío que viene desde las tinieblas del ayer.